En una casita colonial, como todas en La Antigua, allá por las calles cercanas al Templo de la Escuela de Cristo, un sastre, bastane amargado trataba de eliminar una mancha que tenía la túnica del Señor de La Merced y que le habían llevado para desmanchar la túnica. Lamentablemente la mancha daba la impresión que más se regaba en la parte del cuello. Aquel hombre se arrepentía una y mil veces de haberse comprometido a recibir el trabajo, porque era muy delicado y más delicado era el Padre Mercedario que había hecho el encargo.Para ajuste de penas, el sastrecillo de nuestra historia, vociferaba palabrotas al momento de tratar de limpiar la túnica del Señor y más aún cuando la mancha se extendía.
El hombre seguía lanzando improperios, ahora en contra de la túnica. Al sastre, Nemesio Bardales de la Horra, le llovía sobre mojado, ya que también tenía muy grave a su hija, María Elisa, jovencita de 16 años que le habían pronosticado una enfermedad mortal. El sastre miraba cómo su hija, su única hija, iba muriendo a pausas porque ya las medicinas no le hacían, ni mucho menos los brebajes de los curanderos del monte.
Nemesio, lloraba solitario su tragedia, lamentablemente ya de último protestando contra Dios y blasfemando en ocasiones en voz alta. Quienes le escuchaban se persignaban y continuaban con su camino. Lo peor fue cuando uno de los médicos indicó al sastre que se preparara porque la niña ya estaba muy grave. El sastre rompió en llanto; de la clínica camino a pie hasta su casa, fumando y pensando en su problema, contrastaba la alegría de la gente en las calles de La Antigua, con la tristeza profunda que él llevaba.
Caminó por el corredor de su casa, hasta llegar a la habitación de su hija, en el cuarto la penumbra invadía el entorno y únicamente una luz mortecina de una candela de sebo, medio iluminaba el ambiente. Asombrado por lo que estaba viendo preguntó a su hija, que quién le había colocado la túnica sobre la sábana y ella le respondió que ella no tenía ni alientos para caminar y que cuando despertó ya la túnica estaba arropándola. El sastrecillo se quedó asombrado, pero fue más su asombro cuando vió que la túnica, estaba nítidamente limpia, sin la mancha con la que él la había dejado.
Para Nemesio, aquello parecía algo increíble, le pidió a Dios perdón por las blasfemias que había pronunciado esa misma mañana. Sacó la túnica a la luz del día y la vio limpia, se postró a medio patio y con lágrimas en los ojos una vez más pidió perdón a Dios. Caminó como autómata rumbo al Templo Mercedario, llevando la túnica muy bien empacada para entregarla al Padre que había encargado su limpieza, pues aquella mancha nadie se la había podido eliminar. Nemesio, entregó la túnica sin esperar pago a cambio y en su reclinatorio siguió rezando con lágrimas en los ojos. De pronto alguien le tocó levemente el hombro y cuando volteó a ver lentamente pudo apreciar que era su hija, María Elisa, que le sonreía y que como iluminada por algo muy especial, estaba completamente sana; la apretó entre sus brazos y únicamente expresaba emocionado que todo aquello era un milagro de Jesús de La Merced.
Felices y sonrientes salieron abrazados por la nave central del Templo, para perderse entre los transeúntes de La Calle del Arco.
Héctor Gaitán A. Revista "La Reseña", año 2005, página 17.